That
which mourns feels itself thoroughly [durch und durch] known by the unknowable.[2]
Walter Benjamin, “On Language as such”, Selected Writing I: 73)
No
son mujeres de luto, son mujeres que gritan.
Luciana
Peker. “Reunión cumbre”.
Introducción
Al mismísimo final de su colección de ensayos La civilización del espectáculo, Mario
Vargas Llosa nombra a Walter Benjamin y se complace en describir la figura de
un intelectual que, en medio de una Europa avasallada por el nazismo,
“estudiaba afanoso la poesía de Charles Baudelaire” (225). Por cierto, Benjamin
no leía Las Flores del Mal y escribía
sobre ellas por el solo afán de evadirse de una realidad atroz; al contrario,
como bien apunta Vargas Llosa, este filósofo un poco marginal, iba detectando
en Baudelaire el cambio cultural de esa misma Europa, la que años después se
agravaría hasta tal punto que terminaría cerrando el cerco sobre el mismo
Benjamin, ahogándolo. En otro lado del mundo—y en las antípodas ideológicas de
Benjamin—Karl Popper, nos cuenta Vargas Llosa, aprende griego clásico y estudia
a Platón. Ambas figuras se yerguen emblemáticamente como ejemplos de dos
intelectuales, uno marxista y otro liberal, que resisten a la adversidad
escribiendo—según dice Vargas Llosa— para “influir en la historia” (226).
No hace falta demasiada batería crítica ni
psicoanalítica para observar aquí el hecho de que el sujeto de la enunciación
de La civilización del espectáculo se
identifica con ambas figuras las que ofician una parábola cuyos vectores apuntan
a dos extremos opuestos, creando una tensión política que atraviesa cada capítulo
del libro. Es una curva de frustración y melancolización política, progresiva y
tenaz, que se repite muchas veces entre los intelectuales latinoamericanos del
siglo XX: intelectuales que, con juventudes rebeldes e ideas revolucionarias, terminan
su vida en el polo inverso, con actitudes conservadoras y reaccionarias. No es
mi propósito realizar una crítica de las ideas de Mario Vargas Llosa tal como
las presenta en esa colección de ensayos. Otros ya lo han hecho.[3] Me
interesa, en cambio, tomar su figura como emblema
de una cuestión que nos preocupa a todos y, obviamente, a Vargas Llosa, aunque
no compartamos su perspectiva. Me refiero a eso que Freud denominó “el malestar
en la cultura” en el que todos estamos involucrados. La colección está
atravesada por ese tono quejoso que no nos resulta novedoso ni mucho menos aislado
en la cultura occidental; se inscribe en una larga serie de autores y textos
europeos que, en cada período de decadencia, realizan el duelo por un objeto
amado, pasan por la nostalgia de lo perdido y entran en una dimensión
melancolizante que los lleva a la visión apocalíptica de la muerte de la
cultura.
En este enclave atroz del neoliberalismo despiadado
actual, no resulta difícil toparse con la actitud melancolizante del intelectual,
aunque, justo es decirlo, en Vargas Llosa la nostalgia de sus ensayos por una
cultura perdida no parece paralizar su vena creativa en el campo de la narración,
donde siempre despliega su talento y maestría.
¿Qué pasa del lado del teatro latinoamericano actual? ¿Responde
también a una posición melancólica? Para esbozar una respuesta a esta pregunta,
me propongo realizar un doble abordaje. Uno que, siguiendo algunas propuestas
de Eduardo Pavlovsky y Ricardo Bartís, podríamos denominar ‘biográfica’, pero
que no suponen nada personal (Bartís 175-182).[4]
Recordemos que, para ambos teatristas, lo biográfico correspondería a un
momento determinado del contexto sociohistórico y cultural que, en virtud,
indudablemente, de un inconsciente transindividual, como quería Lacan (pero
nunca ‘colectivo’), atraviesa las circunstancias personales de cada cual en su
singularidad, por cierto penosas y frustrantes. El otro abordaje tiene que ver
con las estrategias disponibles del teatro latinoamericano actual para enfrentar
los duelos en la región y esforzarse en resistir la tendencia melancolizante.
Del sujeto
y de lo insensato
Para aproximarnos al primer abordaje, conviene partir
de algunos comentarios que, de alguna manera, nos van a guiar en este
itinerario crítico. Por razones de espacio, los expondré brevemente, a riesgo
de sonar demasiado estrecho.
En mi admiración por la narrativa de Vargas Llosa, no
dejo de apreciar su genuina preocupación por la situación de la cultura actual.
Su libro recurre a dos aspectos tan restringidos que, más allá de sus ideas
políticas actuales, lo hacen todavía más estrecho y limitado que mis presentes
notas. En primer lugar, se centra sobre la cultura europea con un tono ‘dolido’
(para usar el adjetivo freudiano para el duelo). Con un gesto nostálgico, su
queja añora algo perdido e irrecuperable y, sin duda, valioso para él. Pero
podría ser que, en sí mismo, ese objeto perdido no fuera realmente valioso para
otros, lo cual limita el impacto de sus afirmaciones. En segundo lugar, casi
todos los autores que cita provienen de la alta cultura burguesa europea y, a
veces, estadounidense, aunque formen parte de las vanguardias; obviamente, estos
autores le sirven para apuntalar sus críticas, sea para denostar a algunos,
como para exaltar a otros. Estos dos señalamientos apuntan, más que a una
estrechez de perspectiva, a lo que Benjamin denomina la pérdida o el vacío y a
lo que los psicoanalistas llaman la falta, una u otra constituyen el vértice de
la parábola del intelectual a la que nos referimos antes.
Vargas Llosa, como muchos otros intelectuales que no
se animan a publicar ideas similares, se enfrenta a un mundo aparentemente
trastornado, caótico e irredimible y, con el típico gesto del refrán “cualquier
tiempo pasado fue mejor”, da por fenecida la cultura frente al avasallador
impacto de los medios de comunicación de masas que, con su compulsiva
espectacularización, habrían pervertido las (supuestas) mejores y más genuinas
aspiraciones de la cultura occidental (es decir, blanca, europea, burguesa,
elitista y hasta cierto punto masculina). Se abren aquí algunas cuestiones:
¿será que la cultura supuestamente decretada muerta era realmente tan valiosa?
¿Podría esa cultura tener alguna función en un mundo completamente diferente al
que la contextualizaba? ¿Acaso no era la cultura del pasado también
espectacular? Y, last but not least, ¿será
la cultura de masas completamente negativa y perniciosa? No pretendo debatir
estas cuestiones; solo anecdóticamente comentar una y apenas señalar otra.
Paseándome hace muy poco por el Museo Vaticano, llegué
a evocar visceralmente la famosa tesis benjaminiana de que “There is no
document of civilization which is not at the same time a document of barbarism”
(“Thesis” 256)[5]:
en salas y salas vemos una centena de pinturas religiosas que nos presentan los
martirios, flagelaciones, torturas, aberraciones y abusos de todo tipo a los
cuerpos de los santos y mártires cristianos. No hay, obviamente, otra
iconografía allí que no sea cristiana. Es arte que abarca unos cuantos siglos
de la cultura europea (aunque también hay un par de salitas con pintura de
inspiración cristiana contemporánea, incluso realizada por pintores judíos,
como Marc Chagall). Ese arte cristiano, mal que le pese a Vargas Llosa, fue tan
propagandístico como podría ser hoy un cuadro de Andy Warhol o un comercial de
la televisión; se gestó en una era de predominio de la imagen, como la nuestra,
con masas analfabetas y minorías letradas similares a las de la cultura
“moderna” actual, que critica nuestro autor peruano. Incluso aquellas masas
eran más analfabetas que las del mundo actual–que tanto le preocupa a Vargas
Llosa—porque éstas de hoy al menos se las arreglan con el uso de gadgets
digitales y hasta con cierto dominio bilingüe. El horror de la barbarie
anticristiana se espectaculariza por medio de pinturas de diverso nivel
artístico que, como sabemos, permitieron a su vez capturar la idiosincrasia de
los pueblos, dominando así su imaginario cultural. Algo similar ocurre, no es necesario
decirlo, toda vez que una cultura recicla la barbarie de su antigua opresión
para esgrimirla como justificación de sus veleidades de dominación frente a
otras, a las que tilda de incivilizadas, bárbaras, infieles, subdesarrolladas. Toda
cultura es producto de una barbarie más originaria, toda cultura es la
espectacularización de esa barbarie, cuyos velos, sin embargo, excluyen de la
representación su propia violencia vernácula. En este sentido, el espectáculo
no resulta tanto el momento de decadencia de una cultura, con matices diversos
de frivolidad y vulgarización, como quiere Vargas Llosa respecto a nuestra
cultura contemporánea, sino el telón que recubre la genealogía siniestra de su
(im)posición política.
Correlativamente a lo anterior, es curioso que no haya
en los ensayos de Vargas Llosa mayor preocupación por intentar, al menos,
descubrir algún aspecto ‘positivo’ en esa cultura masificadora que, sin duda,
como quieren algunos psicoanalistas tan apocalípticos como nuestro autor
peruano, nos alertan de ese goce generalizado y obsceno que nos captura en esta
época de capitalismo neoliberal. Ya no se trata de la captura alienante de la
que nos hablaban los marxistas, en la que, como dice el psicoanalista argentino
Jorge Alemán, el sujeto todavía conserva “una parte de sí mismo extraña”,
recuperable no obstante por alguna praxis liberadora, sea en la sesión
analítica, en la militancia revolucionaria o, para ceñirnos al teatro, en la
poética brechtiana y sus derivaciones. El neoliberalismo fabrica subjetividades
a expensas de aniquilar al sujeto, sea mediante discursos de autoayuda o de
gestión gerencial, que le dan al individuo la ilusión pigmaliónica de
autorealizarse, de producirse actuando como empresario de sí mismo y con la
capacidad de maximizar la efectividad de sus recursos y, en consecuencia, de su
propia vida que, supuestamente, amén de tener una felicidad asegurada, sería
también única, singular. Justamente lo contrario es lo que verdaderamente
ocurre: al intentar borrar al sujeto (sujeto del inconsciente, con su
impredecible apertura e insensatez), el individuo del neoliberalismo carece de
diferencia, deviene una identidad fija, de stock, calculable, predecible y
reproducible, apropiable, sobre todo en términos de dominación de mercado y, en
consecuencia, controlable. Esas identidades no son sujeto, sino subjetividades fabricadas
por expertos con sus tecnologías del poder que, como quiere Alemán, van más
allá de la feroz biopolítica de la que Foucault nos había ya alertado. La forma
de libidinización que les corresponde a esas subjetividades es la de un goce
vendido para un consumo ilimitado y, como aplastan cualquier diferencia, van
promoviendo individuos standard (al menos ésa es la intención) cuyo límite es llegar
a ser –como lo planteó Agamben— completamente ‘nuda vida’, seres que no
importan, a los que se puede matar y por los que nadie hace duelo o lleva luto.[6]
Son actores completamente inservibles e insignificantes para la escena del
mundo. Ninguna singularidad, pues, en este paisaje sin sujetos. Lo queramos o
no, esta es la cultura que hemos producido y la ciencia –que pocas veces se
preocupa, como decía Lacan, de la cuestión ética ligada al deseo del
científico, a diferencia de la importancia que toma en psicoanálisis el deseo
del analista (Seminario 11)— tiene aquí
una responsabilidad extrema.
Y en la medida en que todo este panorama que vivimos
es sin duda tan sombrío y crepuscular como nos lo describen, algunos teatristas
hoy, rechazando sumarse a la actitud apocalíptica y melancolizante, se
empecinan en apelar al sujeto, en escuchar eso insensato y singular que lo
marca, eso inapropiable para los dispositivos de poder, ese coágulo del que
Eduardo Pavlovsky partía en su dramaturgia y que, vociferando en la escena
social, había que éticamente transportar a la escena teatral (Pavlovsky 103).[7] Ese
coágulo es justamente lo que testimonia del sujeto y lo que escapa a los
controles panópticos. Muchos teatristas actuales se inscriben así en otra
serie, diferente a la de los melancólicos y, por cierto más riesgosa, en la que
se yerguen otros modelos de lucha, de texto y de escritura.
Es curioso que, en su lamentación, Vargas Llosa no
haya reparado en César Vallejo quien, amén de peruano y connacional, se propuso
hacer un juego muy explícito y paradojal a esa civilización del espectáculo, convirtiéndose, por muchas razones,
en un parteaguas clarividente en la cultura latinoamericana. ¿Cómo es posible
hoy sumarse a esa serie de melancólicos culturales después de la escritura de
César Vallejo? En efecto, Vallejo, y por ceñirme solo a sus Crónicas o sus reflexiones teatrales,[8] tanto
como Benjamin y para su misma época, no deja de describir el espectáculo de esa
teatralidad deplorable de la
civilización moderna europea (incluida la sociedad soviética), tan veleidosa a
la vez que despótica, para advertir a sus lectores hispanoamericanos –ávido
público con deseos coloniales residuales— del malestar en la cultura metropolitana.
Vallejo, tan pronto se sitúa en París, comienza a enviar a diversas
publicaciones latinoamericanas artículos en los que, casi como un ejercicio de
la famosa ostranenie de los formalistas
rusos, describe la sociedad y la cultura europeas como si se tratara de una
cultura extraña, generando en el lector cierto distanciamiento crítico al poner
en primer plano lo que Europa deja en la retroescena, a fin de develar los
núcleos bárbaros que se esconden en la espectacularización de dicha
civilización. Porque, una vez más, no deberíamos olvidar –o ningunear como hace
Vargas Llosa— la famosa tesis de Benjamin según la cual “No existe un documento
de cultura que no sea a la vez documento de barbarie”. En efecto, al denunciar
ese ‘europeísmo’ colonialista sobre nuestra América –sin duda tan imaginario y
malintencionado como el orientalismo fraguado por los intelectuales europeos
que ya denunció Edward Said— Vallejo nos muestra, incluso antes que Franz
Fanon, la matriz infernal que el capitalismo ha instilado en nosotros y cuyo impulso
colonialista no deja de establecer estándares absurdos, culturales y políticos,
amparados por los sectores cómplices de las neocolonias en América. Y hasta me
animaría a ir más lejos, remontándome a 1893, cuando Rubén Darío hace un giro
en su eurocentrismo y nos deja, entre otras obras que testimonian de su horror
a la cultura europea, ese cuento decisivo, que no por poco leído y citado, deja
de ser paradigmático: me refiero a “La Miss”, donde Darío nos habla del
engranaje expulsatorio, expurgatorio y discriminador de esa cultura europea al
situarlo en el cuerpo de una mujer británica blanca que, por tener deseo y
salirse de los parámetros biopolíticos de su época (deseo que se manifiesta,
para escándalos de la tripulación, en la travesía ultramarina frente a cuerpos
de jóvenes africanos desnudos), es enviada a Brasil y alejada de su Europa natal.[9] No
podría dejar de incorporar a esta lista al mismo Vargas Llosa, el narrador, en
su El sueño del celta, novela que le
da las respuestas a muchos de los interrogantes, un poco falsos, que lo acucian
en su libro de ensayos. Allí también tenemos un personaje blanco, masculino en
este caso, que se atreve a denunciar la barbarie europea y su modernización y,
por ello y por ser homosexual, termina en el patíbulo. Glosando a Borges y
forzando un poco el sentido de su cuento famoso, parece como si el Vargas Llosa
que escribe novelas no es el mismo Vargas Llosa que escribe los ensayos
agrupados en La civilización del
espectáculo. Se trata de dos sujetos de enunciación diferentes y, hasta
cierto punto, hay como un rezago del sujeto de la enunciación de esos ensayos
en relación al devenir del mundo actual y a su propia escritura narrativa. Como
Frantz Fanon nos había advertido en Los
condenados de la tierra al decir que “esta Europa […] no deja de hablar del
hombre al mismo tiempo que lo asesina por dondequiera que lo encuentra, en
todas las esquinas de sus propias calles, en todos los rincones del mundo”
(158-159), tal como ocurre con el protagonista de El sueño del celta y los negros e indígenas masacrados en la explotación
del caucho en el Congo y en la Amazonía peruana; porque, si bien es cierto,
como nos los plantea Achille Mbembe siguiendo la propuesta de Hannah Arendt,
que la modernidad europea “inventó la raza como principio del cuerpo
político—sustituto de la nación—y a la burocracia como técnica de dominación”
(107), también es importante subrayar cómo Europa actuó sobre su propia raza
(sus disidentes, sus rebeldes, sus diferentes incluso dentro de la población blanca),
eliminando los excedentes poblacionales peligrosos, sean rebeldes, judíos, anarquistas
o, incluso, mujeres, como la Miss Mary rubendariana.
Para cerrar esta aproximación, nos queda entonces un
trabajo crítico pendiente: abordar la cultura de las vanguardias históricas
(que constituyen el punto de añoranza de Vargas Llosa) a partir de la barbarie
que las funda. ¿O acaso esos retratos astillados de los pintores vanguardistas,
cubistas o no, no dan cuenta de la barbarie bélica que presentían como atravesando
el ser mismo de la consistencia humana? Me animo a anticipar muchas sorpresas
si se intenta leer la vanguardia histórica y la neovanguardia en relación a la
frase benjaminiana citada.
De la
pasión melancólica
Expresado lo cual, me siento más preparado ahora para
abordar la cuestión en términos más abarcativos. Propongo comenzar con algunas
ideas de Freud en su ensayo “Duelo y melancolía” (1915), que inicia una serie
de preocupaciones cuyo itinerario es Psicología
de las masas y análisis del yo (1921) y luego El malestar en la cultura (1930). Vamos a enfocarnos, a los efectos
que nos interesan en este ensayo, en “Duelo y melancolía”, porque eso nos
permitirá articular la cuestión de la melancolía (planteada en términos
clínicos por Freud) con la perspectiva de Benjamin, instalada en una dimensión
filosófica. Ambas nos servirán para abordar la segunda parte de nuestra
propuesta relacionada a la relación entre el teatro latinoamericano actual, el
neoliberalismo y la globalización.
El teatro
latinoamericano actual, y tal vez el de muchas otras regiones del planeta,
aunque asumió y sigue asumiendo el duelo por los seres (aunque no tanto por las
estéticas) desaparecidos, no asume ninguna posición melacolizante y, en ese
sentido, trabaja a su manera contra la imposición del capitalismo global
neoliberal. Conviene detenerse a considerar esta tesis. Vivimos en un mundo
crepuscular y de ahí que los psicoanalistas hayan comenzado a plantearse la
cuestión de las neopsicosis, diferentes a la psicosis clásica;[10]
asimismo también han comenzado a trabajar con lo que denominan sujetos
desarraigados.[11]
Dejamos por ahora estas cuestiones como telón de fondo para concentrarnos, esta
vez, sobre duelo y melancolía. Nuestros países han padecido y siguen padeciendo
dictaduras atroces (bajo cualquier tipo de máscaras políticas) y agendas
socio-económicas depravadas, de desvergonzada corrupción, de
narco-medievalización, cuyo resultado, como todos sabemos, son encuadres de
vasallaje con miles de desaparecidos, pérdida constante de vidas humanas,
exilios, desarraigos, diásporas con terribles escaras psíquicas y físicas,
pobreza, insalubridad, violencias de todo tipo y otros males que sería largo
enumerar. La ciencia del Estado, como dirían Deleuze y Guattari, encausa estos
impresionantes malestares por discursos apodícticos, cuantitativos, dejando de
lado la dimensión humana que, según ellos, solo podría ser abordada a través de
lo que llaman ciencias nómades o ambulantes, que se presentan más como un arte
y que, sin duda, están más cerca de lo que nosotros hacemos como teatristas.[12]
“Duelo y
melancolía” retoma algunas preocupaciones tempranas de Freud;[13]
sin embargo, muchas ideas parecen ahora articularse en dicho ensayo en la
medida en que había conformado una base teórica más sólida en su libro
inmediatamente anterior, esto es, Introducción
del narcisismo (1914). Conceptos como “instancia crítica”, “identificación”
e “ideal del yo” van a conformar un marco para poder distinguir duelo de
melancolía. Aunque no se puede probar una relación directa entre Freud y
Benjamin, lo cierto es que Ilit Ferber ha escrito un libro, Philosophy and Melancholy. Benjamin’s Early
Reflexions on Theater and Language (2013), en el que explora la conversión
entre el sentido clínico o patológico de la melancolía en Freud al sentido
filosófico que se registra en los tempranos trabajos de Walter Benjamin. Y
conviene traer todo esto a colación aquí, por cuanto Benjamin va a trabajar esa
‘conversión’ o transformación semántica en relación al teatro, particularmente
al Trauerspiel y el teatro barroco. Lo importante que Ferber se pregunta al
principio y que, en cierto modo ancla en lo que nos importa discutir a
propósito de la colección de ensayos de Vargas Llosa, es la cuestión de cómo
preservar el pasado y enfrentarse a lo nuevo. En
efecto, escribe Ferber al inicio de su libro
In what way is Benjamin aiming toward a practice different
from that of Nietzsche’s antiquarian, who, while knowledgeable of the art of
preserving the past, fails to master the generation of new life? (1)[14]
La pasión de
Benjamin por el pasado no está capturada por ninguna nostalgia ni por un mero
afán de conservación. Teniendo en cuenta la famosa tesis que hemos mencionado
al principio, sobre cómo todo documento de civilización es un documento de
barbarie, lo que a Benjamin le interesa –a diferencia de Vargas Llosa—es cómo
sobrevive la vida de ese pasado en nuestra experiencia presente. Esto es, el
pasado no está liquidado, no está muerto, no solicita una tarea de rescate o de
excavación arqueológica, ya que, como vimos antes, pulsa, no es ruina, está
vivo y relampaguea para quien, en un presente puntual, sepa asumirlo. Estamos
en una dimensión muy alejada de esa concepción de cultura evocada con nostalgia
por Vargas Llosa, la de las élites dominantes europeas, a la manera de un objeto
amado ahora perdido y sustituido por una cultura nueva, que él denigra y
desvaloriza, por ser justamente lo opuesto: esto es, por ser popular, y peor
aún, masiva, según él sin mayor profundidad y sin mayor compromiso con la
democracia.[15]
Benjamin piensa el pasado casi a la manera en que Lacan piensa el inconsciente
en el Seminario 11, como pulsativo (51), “algo que está a la espera […] de lo no nacido” (30), sorpresivo y vacilante
(33). En
efecto, Benjamin en su tesis V escribe: “The true picture of the past flits.
The past can be seized only as an image which flashes up at the instant when it
can be recognized and is never seen again” (“Thesis” 255).[16]
Por ello,
porque el pasado pasa, cada imagen de éste que no sea reconocida por el
presente desaparece irremediablemente. Aunque Benjamin lo plantea en términos
visuales, casi podríamos decir que se acerca a Freud y Lacan: solo basta ver/escuchar ese “flash” para capturar el
pasado, no cualquiera, sino el que concierne al presente.
Ferber
subraya la estrecha relación entre la filosofía y el lenguaje, que lleva a
Benjamin a no congelar como anticuario las palabras claves que funda dicha
disciplina (verdad, justicia, razón, etc.), a las que concibe casi como
significantes, y asumir su vida interior, su dinámica en cada instancia
histórica –“episteme” diría Foucault— la forma en que la filosofía puede ser
abordada como una lucha por ciertas palabras fuera de toda consideración
nostálgica. Esta perspectiva agonal, sin duda política, es la que luego se registra
de cierto modo en los trabajos de Foucault. La praxis filosófica se
caracteriza, en este sentido, no por reconstruir arqueológicamente el sentido
de las palabras, sino en abordar la dinámica discursiva en la que se
transforman en ideas y, por esa vía, afectan el devenir histórico. Como nos
recuerda Foucault en “Nietzsche, la genealogía, la historia”, toda verdad tiene
su genealogía y ésta no sino la historia de la violencia enmascarada por la
ley, la regla, la norma o el concepto, que capturan esa violencia en regímenes
de verdad y nos la presentan como universal y como pacificada. La genealogía,
sea por medio de la ‘procedencia’ (Herkunft,
término que Foucault toma de Nietzsche) que apunta a la articulación del cuerpo y de la historia; a cómo la
historia destruye el cuerpo, similarmente a como Lacan hablaba del carácter
mortificante del significante, sea por la ‘emergencia’ (Entstehung) que supone captar el surgimiento de la norma, de la
ley, en un campo agónico, marcado por la violencia, por la lucha, en la que se
supone que la ley pacificaría, aunque en realidad lo que hace es establecer
“diversos sistemas de sumisión” (Foucault 15), lo cierto es en su aparente
naturalidad y universalidad epistémica, la norma no es sino el resultado de una
lucha velada, de una borradura del poder en el seno mismo del saber. “Melancolía”
es una de estas palabra que reclaman una genealogía puesto que se ha ido
cargando a lo largo de la historia con múltiples sentidos, positivos y
negativos, personales y colectivos, a veces contradictorios. Escribe Ferber:
The history of the term is saturated with different and at
times conflicting articulations that, paradoxically, seem to consistently point
to more or less the same set of features. Notions of closure, contemplation,
loss, passivity, sloth, and genius have always been linked to melancholy in one
version or another, referring to body or soul and vice versa. (2)[17]
A lo largo
de la historia, la melancolía, sobre todo la de los intelectuales y artistas, a
pesar y más allá de todos esos sentidos contradictorios, sea como enfermedad o
salud, como creatividad o parálisis (Ferber 3), revela su propia trascendencia.
Aunque Freud parece operar una reducción del término a lo patológico, todavía
conserva en él cierto sentido positivo, en la medida en que, tal como lo
plantea en “Duelo y melancolía”, muchas veces el melancólico es capaz de
conocerse a sí mismo y captar una verdad a diferencia de lo que les ocurre a los
no melancólicos (244).
La pasión
melancólica, si podemos llamarla así, nos interesa porque tiene una dimensión
cultural que abre a cuestiones cruciales de nuestro mundo contemporáneo. Ferbes
retoma el sentido de “estado anímico” (mood)
de Heidegger quien, aunque no se refiere a la melancolía, sin embargo anuda a
nuestro marco de debate dos términos de peso: ansiedad/angustia (anxiety) y aburrimiento (boredom) (5). Ambos términos atormentan
los sueños de todo teatrista. Heidegger se propone despertar el estado de ánimo
y mostrar cómo éste interviene en el mismo acto del filosofar. La filosofía
deviene así un despertarnos, un volvernos a la vigilia aunque, como lo retomará
más tarde Lacan, eso sea apenas un instante para regresarnos al dormir, tal vez
soñar. Para Heidegger, el estado de ánimo es lo que revela nuestro ser en el
mundo y precede a cualquier captación cognitiva de éste llevada a cabo por la
razón (Ferbes 6). Y si Ferbes se interesa en enmarcar su investigación sobre
Benjamin a partir de Heidegger, es precisamente porque en “el estado de ánimo
melancólico descansa la base de la estructura filosófica y determina su constitución”
(6, mi traducción). Por ello, Ferbes insiste en que “Mediante la comprensión de
la melancolía como norma social y no como psicológicamente patológica, Benjamin
abre ante nosotros la posibilidad de escrutar la melancolía como un estado de
ánimo filosófico” (13, mi traducción) y hasta como una estructura. Y esto nos
ayudará a entender cómo la melancolía en Benjamin, a diferencia de ser un
estado patológico en Freud, adquiere un sentido productivo, activo, y ya no
meramente pasivo y paralizante (Ferbes 13). Benjamin la explora en el teatro
barroco cuando nos plantea cómo habiéndose astillado la línea temporal, cuando
se ha secularizado el tiempo y ya no hay redención posible, tras haberse
producido un vaciamiento del mundo, el teatro barroco procede no solo por “una
acumulación incesante de fragmentos” (El
origen 397), sino que opera organizando un continuo espacial que se podría
llamar coreográfico” (El origen 301),
esto es, “el proceso cronológico se aborda y analiza a través de una imagen
espacial” (El origen 298), de ahí que
se apele a espacios simultáneos para la acción (El origen 285). Por eso, “para el nuevo teatro, Dios está en la
maquinación” (El origen 287). La
hipótesis que queremos sostener en este ensayo intenta justamente contraponer
el carácter pasivizante de la perspectiva de Vargas Llosa en sus ensayos sobre La civilización del espectáculo y el
carácter productivo y resistente a las agendas neoliberales que asumen
activistas culturales y en particular el teatro latinoamericano (y el mismo
Vargas Llosa en su teatro y su narrativa), como otras tantas formas de lucha en
este momento sombrío, melancólico, barroco del capitalismo global. No olvidemos
que si en Benjamin el teatro barroco está ligado a la caída del hombre, a un
mundo vaciado y sin redención posible, también es un teatro de la decadencia, lo
que nos aproxima a las experiencias teatrales de hoy.
Los ensayos
de Vargas Llosa, más allá de la crítica política que podamos formularle, no
ocultan ese sentimiento de tristeza y abatimiento, de angustia y aburrimiento,
que también agobiaba a Benjamin. Sin embargo, conviene preguntarnos si tanto en
uno como en otro, esta condición melancólica es biográfica o personal, esto es,
si forma parte de un complejo orden cultural o constituye una mera queja, el
lamento de un sujeto singular en su relación con el mundo que lo rodea. El
hecho que Benjamin establezca la relación filosófica entre melancolía y teatro
barroco, nos inspira a llevar agua a nuestro molino, en el sentido de
instalarnos, como planteaba Lezama Lima, en “nuestro barroco hispanoamericano”,
es decir, a partir de ciertas coordenadas inscriptas en nuestra cultura, sin
duda coloniales primero, pero que luego convergen en una mentalidad barroca
sincretizada que hoy nos caracteriza. Me importará subrayar más adelante el
hecho de que el teatro contemporáneo latinoamericano está en un período en el
que quiere desamarrarse de las imposiciones aristotélicas que han encorsetado
la dimensión libidinal del cuerpo del actor y del teatro por medio de una
lógica narrativa orientada a capturar y sofocar toda corp/oralidad, dimensión
de goce, en su instancia vociferante y sufriente. Y esto puede resultar
paradojal, si pensamos que lo que nos ha quedado de la Poética parece privilegiar la tragedia. Sin embargo, no habría aquí
contradicción, en la medida en que la tragedia, tal como Aristóteles la
describe, no hay pretensión de abordar la realidad, sino el mito (Benjamin, El origen 326).
Y esto no es
ajeno a la temprana investigación de Benjamin cuando apunta cómo la desestimación
estética del Trauerspiel, y hasta su
marginación, surge precisamente de haberlo abordado desde la perspectiva
aristotélica de la tragedia (Ferbes 12) y no en su propia consistencia.
Melancolía:
Freud con Benjamin
Partamos del hecho de
que tanto en el duelo como en la melancolía hay, según Freud, pérdida de
objeto, que puede ser una persona amada, la patria o un ideal (Freud 241); sin
embargo, mientras en el duelo el sujeto sabe a quién perdió, tiene conciencia
de ello, en la melancolía, en cambio, el sujeto, aunque experimente la pérdida
de un objeto, no sabe lo que perdió con él (Freud 243). En la melancolía, a
diferencia del duelo, el objeto perdido es inconsciente; el duelo se supera,
pero la melancolía no, aunque puede experimentar estados de euforia maníaca. La
melancolía está causada por situaciones más variadas que la del duelo. Aunque difícil, el doliente de Freud poco a poco
acepta su compromiso con la realidad y se va despegando del objeto perdido y
retirando los investimentos libidinales para ponerlos sobre otro objeto. Freud
dice que el doliente debe matar el objeto muerto, matar lo que ya está muerto,
y no darle vida por medio de la nostalgia, como pretende Vargas Llosa con la
cultura europea letrada. El melancólico, al no poder separarse del objeto
perdido, se identifica con él y su yo se divide; como no acepta la pérdida, la
incorpora a su yo, la devora; el objeto queda como algo extraño dentro del yo y
hacia él dirige su agresión: así nutre su propia pérdida convirtiendo una parte
de su yo en una tumba. Resguarda en esa tumba el objeto perdido, pero no puede entonces
rescatarlo. En consecuencia, el compromiso del melancólico no es con la
realidad sino con el objeto perdido, tal como lo podemos apreciar en Vargas
Llosa respecto a las élites letradas y lúcidas. El melancólico retiene así el
objeto pero no elabora ni su pérdida ni la causa de esa pérdida o su
involucramiento en lo perdido. La victoria sobre el objeto resulta en una
fidelidad hacia él. Su empecinamiento es ético, en la medida en que muestra con
su fidelidad su responsabilidad frente al objeto. Para el melancólico, la posibilidad
del doliente en el duelo de ir abandonando su relación con el objeto perdido y
de dirigirse a uno nuevo es un acto inmoral. En la lamentación vargasllosiana
de sus ensayos de marras (aunque no en su narrativa) esa posibilidad de admitir
un nuevo objeto está bloqueada. Para Vargas Llosa todo está perdido, la cultura
ha muerto.
Para
el melancólico no hay ni mediación simbólica ni memoria suficiente para reemplazar
el objeto perdido, de ahí que la cultura se le presente como clausurada,
acabada. Casi se puede decir que el melancólico se goza en su pérdida y allí
permanece. El resultado de todo esto es que el melancólico abandona el mundo
como un recurso para construirse a sí mismo y permanece satisfecho, a pesar de
la destructividad a la que se expone, con su interioridad dividida y atormentada
(Ferbes 36). En el duelo es el mundo el que se
ha empobrecido y está vacío; en la melancolía freudiana es el yo el que se ha
empobrecido y queda incapaz de volver amar, de sustituir el objeto. Ambas
actitudes confluyen en Vargas Llosa. Como nos advierte Ferbes, Benjamin no
habla de pérdida, sino de vacío; el mundo vacío
deviene sin sentido y eso lleva a los autores barrocos a la posición
melancólica (Ferbes 30) y a la euforia maníaca de cubrir exuberantemente ese
vacío con una máscara vaciada, y por eso Benjamin se aleja del concepto
freudiano de melancolía, en la medida en que ahora ésta aparece como la marca
de una teatralidad, deviene un espectáculo (Ferbes 32), el gran teatro del
mundo, cuando lo único dejado son sus rastros; así ese espectáculo, dado como
ruinas, oculta la pérdida en la medida en que la exterioriza. A diferencia del
doliente en Freud que progresivamente acepta la pérdida, el doliente de
Benjamin, que intenta dar vida en lo que está perdido, deviene un espectador
que contempla una máscara vaciada (porque antes tuvo algún sentido), la cual
exterioriza justamente que el objeto está perdido.
Sin
duda, el teatrista latinamericano, frente a la caída de las narrativas
maestras, frente al desamparo del sentido, incrédulo frente a los discursos de
salvación y redención, se confronta con esta máscara de un mundo supuestamente
progresista pero insensato, vacío, en el que se aplasta la posibilidad de
sujeto y se fabrican disfraces y máscaras a la manera de subjetividades,
confeccionadas a la medida de las circunstancias del mercado y de la
producción. No es sorprendente que haya un instante de desamparo, de un
desengaño frente al mundo y que, en consecuencia, el teatrista se rinda a él y
se viva a sí mismo como ese ‘inempleado estructural’ del que habla Jorge
Alemán, completamente prescindible para el sistema.
El teatro
latinoamericano de los últimos años, visto desde esta perspectiva, asume la dimensión
de duelo y tiene –como veremos— una relación compleja con la melancolía, y no
porque pierda la capacidad de amar e inhiba toda productividad; al contrario,
sino porque al enfrentarse al crepúsculo melancolizante neoliberal, hace
esfuerzos, a partir del saber-hacer de la praxis teatral,[18]
para evitar esa captura negativa y dirigir su energía hacia la escritura
escénica. Sortea así la encrucijada narcisista que supone, por un lado,
permanecer amarrado a la identificación con el objeto del duelo y, por otro,
impedir que la libido se atrinchere en el yo clausurando la posibilidad del
trabajo del duelo, es decir, de dirigirla a otro objeto; de no hacerlo, no podría
sin duda sostener su praxis teatral, en la medida en que el teatrista se
viviría él mismo como abandonado, lo cual sería paradojal, pues su ser-teatral
consiste justamente en alcanzar al otro, al público. Si eso ocurriera,
conservaría el vínculo amoroso con el objeto perdido, pero a costa de revertir
la agresión hacia el objeto, originaria y reprimida, sobre sí mismo. Y su tarea
se complica todavía más si la pensamos desde la perspectiva lacaniana, según la
cual no se llora por el objeto perdido, no estamos de duelo
por alguien que nos falta; "Solo estamos de duelo—nos dice Lacan—por alguien
de quien podemos decirnos Yo era su falta. Estamos de duelo por personas
a quienes hemos tratado bien o mal y respecto a quienes no sabíamos que
cumplíamos la función de estar en el lugar de su falta" (Seminario 10
155). Se abre así una dimensión ética ineludible para el artista que a su vez
le impone una reconceptualización del tiempo.
El teatrista, el
tiempo y el sentido
Si nos situamos en la
perspectiva de Freud y de Benjamin, es porque el teatrista se enfrenta a la
cuestión del tiempo o bien, para ser más precisos, la de la soberanía del
pasado sobre el presente. En efecto, sin duda hay, en primer lugar, un pasado
atroz reprimido y, en segundo lugar,un presente no menos feroz e inauténtico.
El psicoanálisis no pudo evitar esta cuestión. Para abreviar, digamos que el
psicoanálisis –tal como Freud lo diseñó y lo planteó en Construcciones en el análisis (1937)— propone recuperar / liberar
un fragmento de experiencia del pasado que ha sido reprimido e insertarlo en el
presente; se parte de la idea de un presente engañoso, no verdadero, ilusorio y
la tarea del análisis consistiría en levantar la represión para dejar emerger
un pasado displacentero, doloroso, que constituye la verdad histórica del
sujeto, esa parte rechazada de la realidad que hay que reinsertar en el
presente.
Desde
la perspectiva de Benjamin, se le presentan al teatrista dos opciones frente a
la cuestión del pasado y del sentido. Una es la del alegorista, cuya práctica
consiste en mirar el mundo como si fuera una máscara del sentido, aunque
desintegrado y astillado, que está esperando a ser recuperado (Ferber 30), como
el dejado por las dictaduras recientes en nuestra región. La otra es la del
cortesano, la del intrigante, que es la versión política del alegorista y
encarna el genio maligno del gobernante. Lo que el cortesano lee es la
teatralidad del mundo (Ferber 41), capturando la violencia social en una normativa
dramatúrgica y escénica al servicio del poder. Obviamente, ambos son capturados
por el Estado y la ciencia del Estado. Alegorista o cortesano, el melancólico
intenta recomponer, como un arqueólogo, el sentido, supuestamente pre-existente
pero astillado, y que a su manera intenta ilusoriamente reinsertarlo, lo más
vivo posible en el presente.
Sin
embargo, podríamos agregar una opción más, la del ultimísimo Lacan: se trataría
de un teatrista que no parte ni de un sentido perdido ni de un sentido
legislado, dos versiones deformadas de la realidad, sino que asume de plano el
sinsentido de lo Real, tal como Lacan lo definió, como esa dimensión que
resiste al lenguaje, para la que no hay significante apropiado. Resulta de esta
aproximación un teatro, sin duda político, pero no que no se limita a lo
testimonial y a la denuncia. Este teatrista, que está emergiendo en América
Latina (a partir de Pavlovsky en Argentina, por ejemplo) parte del coágulo
insensato y da un salto a fin de confrontarse a un modo de goce y, desde allí, inventar lo Real o inventarle un sentido
a lo Real, lo cual resulta en algo nuevo, tal vez frágil o difuso, pero
visceral. En todo caso, es algo completamente alejado de todo tipo de
reconstrucción alegórico-arqueológica. Así, mientras el artista como alegorista
o cortesano opera como el científico –ese delirante, según Lacan, que atribuye
un saber a lo Real— sea porque asume el discurso del amo o de la universidad,
se coloca como sujeto supuesto saber de la realidad social; el artista
lacaniano se coloca del lado del saber-hacer con su sinthome, es un nómade
deluziano que se hunde en el horror y el éxtasis de su tiempo y asume el riesgo
de significar, de algún modo, el goce y al trabajar las ruinas, no deja de
vislumbrar el porvenir. Al hundirse en el horror, estamos otra vez cerca de
Benjamin, quien apostó por borrar la diferencia objeto/sujeto, por anular la
distancia y la supremacía del sujeto, rechazando la idea de posesión del objeto
(Ferbes 47). Al plantear que “la verdad es la muerte de la intención”,
podríamos leer esa frase como el momento en que el sujeto se sumerge en el
objeto, vislumbra a su manera el objeto a como real, como goce. Y como
en Lacan, tampoco para Benjamin se trata de una experiencia de conocimiento,
sino de “un acontecimiento de cuerpo” (Lacan “Joyce el síntoma” 595), de total
inmersión en el goce o la sustancia gozante; el goce, que busca capturar al
sujeto (que se defiende con el fantasma), no espera ser explicado o
conceptualizado sino experimentado. Obviamente,
lo que descuida Benjamin aquí, tal vez, es que alcanzar ese objeto –de lo que
nos defiende la pantalla del fantasma— resulta letal y que no hay manera de
cancelar la mediación del lenguaje salvo en un pasaje al acto suicida.
Tiempos
crepusculares y del devenir-negro del mundo
Si, siguiendo a Fanon, imaginamos la colonia como un
campo pulsional lleno de tensiones, “de trastornos psicosomáticos y
mentales—una vida nerviosa—subraya Achille Mbembe en su fascinante libro Crítica de la razón negra—por estar
alerta constantemente” (178), también debemos imaginarla a partir de las dos
lógicas de lo que Mbembe denomina “el potentado colonial”, una para referirse
al superyó freudiano que prohíbe, anulando la “emergencia de un sujeto autónomo
en condiciones coloniales” (178), y otra para evocar al superyó obsceno
lacaniano o al Big Brother orwelliano de Néstor Braunstein, ése Otro binario
que nos goza (Braunstein 82), que nos eclipsa como sujetos y, en la era
digital, nos transforma en ‘terminal’ de una computadora, como culminación de
un proceso de “sumisión a la dictadura de los objetos llamados ‘ordenadores’” (Braunstein
83). Ese Big Brother de la sociedad de control, de “la sociedad tecnocrática
gobernada por el discurso de los mercados” (Braunstein 99), cuya voz, aliada de
la pulsión de muerte, incita a gozar ilimitadamente y nos cierra “los caminos
para la rebelión, para la unión solidaria de los ‘proletarios del mundo’” (Braunstein
94).
En fin, este potentado del que nos habla Mbembe, al no
aceptar la diferencia y al rechazar las similitudes raciales, va corroyendo
progresivamente toda posibilidad de vida comunitaria; es, para decirlo con sus
palabras, “la figura misma de la ‘anticomunidad’: (178-179). Su función es
romper todo tipo de lazos, no solo entre los colonizados, sino entre éstos y
sus amos, los colonos o colonizadores, por medio de la violencia física y
psicológico-cultural, sea por medio de las prebendas o sea por lo que nosotros
conocemos como la lógica del clientelismo cuyo fin es instalar el bolsón de la
corrupción allí donde se detectan resistencias auténticas, orientando incluso
el curso de los votos en la sociedad democrática.
Como todo superyó que se precie de tal, este potentado
colonial instrumenta su política atroz, a la que justifica con los nombres de
‘progreso’ y/o ‘civilización’, por medio, primero, de la devastación de las
tradiciones, usos y costumbres de las culturas dominadas y, segundo, por la
sustitución de esa cultura, ahora devastada, con otra que responde a sus
intereses y cuya finalidad, a la larga, es promover la muerte, física y/o
mental, de los colonizados. Para esta segunda etapa apela a la
espectacularización la cual no es tanto el resultado decadente de una cultura supuestamente
valiosa, como plantea Vargas Llosa, sino el velo exuberante, excesivo y
obnubilante que cubre las iniquidades de su barbarie originaria y actual. Así, esa
adhesión festiva al espectáculo y al entretenimiento por parte de los sujetos
colonizados es el producto de estos mandatos del potentado invasor. En este
sentido, una civilización del espectáculo resulta justamente un oxímoron, ya
que el espectáculo que nos ofrece dicha civilización, la del capitalismo neoliberal—instrumentado
por medio de las tecnologías comunicacionales audiovisuales y digitales—no es
más que una especie de holocausto generalizado, extendido, de su inherente
barbarie, pero no el resultado de un cierto desvío o decadencia de sus valores
supuestamente auténticos. Por otra parte, es cierto que podemos todavía
imaginar cómo ciertos sectores se apropian de esas nuevas tecnologías para
continuar la resistencia cultural y proteger a los subalternos de arribar a una
etapa final en la que estaría perdida toda batalla contra ese potentado
colonial o Big Brother del capitalismo neoliberal y digitalizado.
La pregunta que nos sugiere Mbembe es hasta qué punto
todavía es posible resguardar al sujeto en su precaria vulnerabilidad (dada por
las economías libidinales gozantes de esas subjetividades fabricadas e
impuestas por el sistema) y rescatar la poca dignidad que le queda frente a
este avasallamiento instrumentado por todo tipo de tecnologías. El concepto de
“sujeto de raza” del filósofo africano resulta aquí pertinente, ya que, en
cierto modo, no deja de estar ligado a la postulación orientalista o latinoamericanista
que se promueve desde los centros de poder económico, político y cultural. Si
“el nacimiento del negro está vinculado a la historia del capitalismo” (279),
tal la tesis de Mbembe a partir de su lectura de Arendt, de Foucault, de Deleuze
y sobre todo de Lacan, entonces es posible extender la figura del negro a todo
tipo de exclusión promovida por el capitalismo, sea en su etapa colonial como
postcolonial. De alguna manera, podemos decir que hoy todos los marginados,
excluidos, deportados, clandestinos, desterritorializados somos negros. El
juego especular, como en el estadio del espejo lacaniano, supone que esa figura
del negro es completamente una invención imaginaria del Otro
europeo-masculino-blanco-burgués, la cual, como quería Said, se construye a expensas
de dar consistencia a su propia identidad, a la imagen del dominador de turno,
puesto ahora en posición de Otro legislante de lo que es superior, bueno y
bello, y de lo que no responde, por exclusión, por diferencia, por ‘falta’ de
semejanza a su propia imagen: no olvidemos que, como vio Freud y luego Lacan,
las relaciones especulares son ambivalentes y, por ello, están marcadas por el
amor y el odio, por la agresividad que todo yo instala para constituirse frente
al semejante y frente al Otro. Así, se trate de africanos, indígenas, mujeres,
homosexuales, inmigrantes, judíos, pobres, locos, refugiados, y la lista podría
seguir y se incrementa diariamente en una economía fuera de control de los
Estados (capaces de promover diásporas monumentales que incrementan el sentimiento
de pertenencia a un territorio, a una nación, a una lengua y una cultura), lo
cierto es que la tesis de Mbembe nos invita a pensar el proceso de exclusión
colonial y postcolonial de la diferencia y de la semejanza, como un continuo de
producción necropolítica que, en última instancia, sumando cada vez más
individuos a la lista de exclusiones y restringiendo a nivel cuantitativo cada
vez más los sectores de poder y su distancia socio-económica con el resto de
los individuos estigmatizados, vamos llegando a ese devenir-negro del mundo (Mbembe 279) cuyas dimensiones de
deshumanización detecta Vargas Llosa a su manera en su colección de ensayos.
Nuestra cultura actual no ha sido todavía
completamente arrasada por la bestialización inherente al proyecto de la
Modernidad (más allá de su espectacularización con los emblemas humanistas o
falazmente humanitarios de libertad, fraternidad e igualdad). Hay aún, en
nuestra era capitalista neoliberal y global, supuestamente postracial, una
reserva de humanidad que, no obstante, enfatiza ese “deseo de abolición que en otro tiempo llevaron adelante los
esclavos” (Mbembe 269) y que, sin duda, instala el lugar en el que todavía es
posible trabajar en beneficio, sino de un proyecto utópico para una cultura
nueva que todavía no vislumbramos,[19]
al menos para repensar la función del arte en la que nosotros, aquí, estamos
involucrados. Es que, lo queramos o no, y a pesar de las quejas de Vargas
Llosa, somos parte del espectáculo, trabajamos en y desde él, sea para
consolidar los procesos de bestialización cultural por medio del entretenimiento,
sea para desestabilizar a la bestia que anima en el potentado colonial o
neocolonial y la que éste ha instalado a modo de superyó obsceno en cada uno de
nosotros. Mbembe afirma que “[u]na de las funciones del arte y de lo religioso
es garantizar la esperanza de una salida del mundo tal como se ha sido y se es;
la esperanza de un renacer a la vida y de una reconducción de la fiesta” (270).
Esto no se hace sin riesgos, como veremos después.
La pregunta del filósofo camerunés es, si la
escuchamos bien, la misma que se hace Vargas Llosa; pero la forma de
enfrentarla resulta completamente opuesta. Sin embargo, no parece muy apropiado
imaginar una salida dignificante por la re-instalación de valores—buenos o malos—producidos
por la modernidad europea y, luego, globalizados por el capitalismo. Nunca ha
dado resultado el gesto de restauración cultural, con la mirada puesta en el
pasado perdido y ya agotado. No será con los modelos y valores del pasado sino
con los del porvenir que podamos vislumbrar una salida a la encrucijada
cultural actual. Todavía hay tiempo de frenar esa pulsionalidad del potentado
colonial; lo demuestran las resistencias indígenas, de obreros, de maestros, de
mujeres, de homosexuales, travestis y transexuales, de ecologistas, por nombrar
algunos. ¿Podríamos agregar a esta lista la capacidad preguntona del teatro
para reactivar y expandir la potencialidad de esa poca humanidad que todavía
nos queda, aprovechando toda grieta o fisura para hacer emerger nuestra voz,
ésa que el potentado colonial pretende silenciar completamente?
Imagino un teatro que, sin despreocuparse todavía de
representar la realidad, ponga énfasis en inventar lo Real, una invención que
no está, como ocurre con el fantasma, enmarcada por el Otro; un real que es sin
ley[20] y
sin el Otro.[21]
Para ello hay que trabajar a partir de un pensamiento orientado no hacia el
pasado y la restauración de valores, sino hacia el riesgo—peligroso por donde
se lo mire, pero inevitable—de imaginar la futuridad. La idea que propongo es
avanzar hacia esa futuridad no solo “deconstruyendo” el pasado y el presente,
sino partiendo de la miseria, la indignidad y el sufrimiento actual (de los
pobres, de los no tan pobres, de los enfermos, de los drogadictos, de los
disidentes, de todos los capturados por las tecnologías del poder, en fin, de
los excluidos y atrapados en el vértigo letal de ese goce promovido por el
potentado colonial y recubierto alegremente, eso es, perversamente, con los
velos de una sociedad festiva, individualista y espectacular, autodenominada
‘civilizada’ y democrática) antes de que el sistema termine convirtiéndonos a
todos, como ya lo está haciendo, en lo que Agamben llama “nuda vida”, a la cual
se puede eliminar sin mayores justificaciones. “El ‘mandato’ [del potentado colonial]
no sólo pretende causar perjuicio en el nombre de la ‘civilización’.
Mandar—escribe Mbembe—debe ir de la mano de la voluntad de humillar al
indígena, de injuriarlo, de hacerlo sufrir. Al mismo tiempo, ese sufrimiento
debe producir cierta satisfacción y, eventualmente, producir piedad o asco. A
fin de cuentas, si es necesario privar al indígena de su propia vida, en lo
posible esa muerte debería llegar lo más cerca posible del fango” (182). Así
parece haberlo explorado Norman Briski en un espectáculo reciente en Buenos
Aires (2015-2016) titulado justamente El
barro se subleva, un espectáculo tan lúcido como horripilante en que actor,
personajes y público quedamos sin mayor reparo frente a las neopsicosis del
capitalismo neoliberal.[22]
Se impone, en este panorama, un imperativo ético que
no pasa por la restauración de los valores que emergieron de las Luces y de la
Modernidad. Particularmente como teatristas o artistas, estamos
inclinados—salvo si somos cómplices del proyecto neoliberal—a apostar por la perdurabilidad
de la humanidad y de la naturaleza que nos sostiene y nos nutre; debemos
instalar nuestro trabajo allí donde todavía bullen “las reservas de la vida” (Mbembe 282), donde aún percibimos
“vocación de durar [que] sólo puede ser realizada si el deseo de vida se
convierte en la piedra angular de un nuevo pensamiento de la política y de la
cultura” (Mbembe 282).
Y esta empresa es, como dijimos antes, sumamente
riesgosa porque nos impone, a teatristas y no teatristas, una encrucijada que
requiere de nuestra mayor lucidez y honestidad: por una parte, la de
enfrentarnos a lo peor de nosotros y a renunciar, aunque sea temporariamente y
hasta nuevo aviso, a pretendidos valores consagrados; por la otra, la de evitar
dejarnos llevar, incluso arrastrar inconscientemente, por el mismo mecanismo
que el potentado colonial y neocolonial ha implantado en nosotros. Ciertamente,
no avanzaremos mucho frente a la hecatombe cultural actual si continuamos
manteniendo el presupuesto de que alguien, una minoría—como imagina Vargas Llosa—sabría
lo que es el bien o lo bello para el otro. Si algo aportaron Freud y Lacan es
justamente la doble advertencia de que esa pulsión autodestructiva del sujeto,
ese ir en contra de sí mismo, hay que enfrentarlo, con las dificultades
inherentes, desde una posición ética que renuncia a imponer los valores del
analista sobre el analizante. Y si ahora subrayo esta instancia ética es para
ahondar e ir más allá del aporte de Fanon, que nos abrió la pista sobre la
relación entre el psicoanálisis, considerado todavía en aquella época en su
dimensión terapéutica, como curar, y el colonialismo como enfermedad, como
violencia, esto es, como lo dice Mbembe, como herida, herida visceral, cultural
y política (179). El teatro de hoy y del porvenir tiene la doble misión de, por
un lado, curar las heridas del pasado y mantener viva la memoria del horror y,
por otro, confrontarse con un Real que carece de significante, ese sufrimiento
actual que captura al sujeto con su modo de goce. Por eso mismo, incluso si
pretendemos ilusoriamente mantenernos en el nivel de la nación sin apercibirnos
de la porosidad de las fronteras en esta etapa de global neocolonización,
deberíamos abogar por un teatro que instaure puentes e incite a inventar un
real que supere los corsés nacionalistas, también fraguados por la modernidad.
¿Podrá el teatro
ser un espacio apropiado para estos cuestionamientos, para afrontar los riesgos
que supone abandonar todo tipo de garantías, todo tipo de fidelidades y
convicciones, sean políticas, éticas, estéticas o religiosas, enfrentando
nuestra propia barbarie, permitirnos, incluso en su posibilidades de
improvisación, abordar los nuevos modos de goce particular de cada cultura,
tomadas una por una, como quiere el psicoanálisis, caso por caso, sin
pretensiones de imponernos o de buscar la imitación de nuestros modelos,
resistiendo nuestras propias, tal vez naturales, inclinaciones centristas y
colonialistas? ¿Hay alguien que realmente pueda, a esta altura del mundo, decir
o garantizar qué sea el bien para el otro, para otra cultura? ¿Seremos capaces
de abordar ese desemparentamiento del
que habla Mbembe (284), para imaginar e inventar una comunidad, cuyas fronteras
son imprevisibles y posiblemente rizomáticas, con una civilidad novedosa para
“un mundo liberado del peso de la raza, y del resentimiento y del deseo de
venganza que toda situación de racismo reclama” (Mbembe 285)?
En América
Latina, el teatro actual (de sala, callejero, comunitario), que se yergue
frente al teatro oficial y comercial (a veces más farandulero que espectacular),
y a pesar de las restricciones que constantemente amenazan su continuidad, ya
está dando “señales frágiles—pero señales al fin” de ese “mundo-por-llegar”
(Mbembe 275).[23]
En efecto, está trabajando no sólo en condiciones precarias, las del todo a
pulmón, sino con la prepotencia de trabajo que Roberto Art exigía para todo
artista. Tal vez con cierta timidez y debatiéndose en las enormes dudas que conlleva
lo que se ha denominado “el fin de las ideologías” y que es más concretamente
el fracaso de las izquierdas radicales o moderadas a nivel global, tal como lo
señala Vargas Llosa, ese teatro viene afrontando con estéticas diversas la
curación de las heridas del pasado colonial y el presente neocolonial, las
devastaciones de las dictaduras seriadas del continente, la restitución de la
justicia y otros aspectos cultural y políticamente impostergables a fin de
reparar los vínculos inter e intracomunitarios que han sido destrozados y cuyos
fragmentos han sido impelidos a exilios y toda clase de desterritorializaciones
físicas y culturales. Aunque todavía hay puestas en escena marcadas por el
sufrimiento de las víctimas, el teatro del porvenir debe “salir de cualquier
tipo de estatus victimario” (Mbembe 276), y apuntar a las responsabilidades
involucradas en lo que Eduardo Pavovsky, y otros a partir de él, denominaron
“la complicidad civil” con el enemigo. Y, sin embargo, esto no es más que una
tarea preliminar: nos queda la responsabilidad de inventar la comunidad del
porvenir y, para esto, al teatro no le valdrá de mucho re-instrumentalizar su
pasado representativo, particularmente bajo los formatos de teatralidad producidos
por la modernidad europea, no sin ciertas complicidades con el realismo
estético en todos su matices. El teatro del porvenir—incluso el teatro que se
está haciendo en Europa, en sus instancias de rebeldía y cuestionamiento
crítico, reclama una discusión visceral de la política de la teatralidad del
teatro europeo moderno (blanco, masculino, supremacista, cristiano), tal como
se nos impusieron colonialmente desplazando otras alternativas de
teatralización. No serán los temas elegidos por los artistas los que generarán
este cambio, al menos, no únicamente a nivel de los relatos y los conflictos,
sino más a nivel de las formas en que la escena se da a ver.[24]
Se impone, pues, como tarea urgente, no tanto salirse de lo familiar, con toda la potencia que este
término tiene no sólo a nivel personal, íntimo o religioso, sino trabajarlo en
lo que tiene de sombrío y, como quería Freud, siniestro. Hay que explorar las
consecuencias políticas, no sólo estéticas (porque no es un juego de arte por
el arte), de los códigos y convenciones naturalizadas, asumidas, en las cuales,
como ya apuntamos, anida también la bestia. Y no se trata de reinstalar el
teatro como instrumento para la liberación, y menos aún para promover agendas
doctrinarias con sus pretensiones de saber, a la manera de un sujeto supuesto
saber tal como lo planteó Lacan y tal como lo vimos en el pasado reciente del
siglo XX, sino de ir esbozando un teatro como un espacio de experimentación
cívica en sí mismo, como ese lugar para poner a prueba las capacidades de
invención y de control de la voluntad de poder: porque todo teatro está marcado
por la experiencia agónica, por la agresividad y por la lucha, razón de más
para desbaratar convivios democráticos superficiales, maquillados con los
emblemas de los amores hipócritas cuya mayor elocuencia se instala en los
significantes más convocados por Mario Vargas Llosa: democracia, libre
comercio, laicismo, etc.
A
manera de conclusión
El teatro
latinoamericano, como lo demuestran centenares, si no miles de grupos diseminados
por la región, desde sus capitales hasta sus pueblos más recónditos, está vivo.
Habría que ser miope para no adivinar en esta turbulencia artística, más allá
de las consistencias de sus opciones estéticas, la resistencia a decretar la
muerte de la cultura. Las escuelas de teatro, universitarias o no, preparan a
profesionales que luego comienzan su aventura artística junto a otros no
provenientes de instituciones sino de grupos comunitarios que se reúnen por la
necesidad de sostener con perseverancia y prepotencia no solamente un arte vivo
como el teatro, sino lo vivo mismo de la vida (humana y natural) hoy amenazada
por el avasallamiento atroz del capitalismo globalizado neoliberal. En cierto
modo, como lo plantea María Elena Elmiger, aunque si tener la mayoría de esos
teatristas contacto con el psicoanálisis en general y la enseñanza lacaniana en
particular, todos ellos no rechazarían suscribir la afirmación lacaniana de
subjetivación. Escribe Elmiger en su investigación sobre el duelo y la muerte:
Es pertinente citar aquí lo que Lacan entiende por subjetivación. “Para que algo se
signifique es necesario que sea traducible en el lugar del Otro” (Seminario 8, La transferencia, 279). Eso
implica pasar lo real, la catástrofe (y aun el horror) por los sistemas de la
lengua, que incluyen sus equivalentes: sistema jurídico, sistema político,
sistemas lingüísticos y hasta los diversos sistemas semiológicos, para que sea
traducido, anudado en prácticas privadas y en las intimidades del inconsciente.
Luego retornará de otra manera al deudo y a la sociedad” (39)
No cabe
duda que el teatro actual hace sus esfuerzos de “pasar lo real, la catástrofe
(y aun el horror) a los contextos culturales en los que despliega su praxis
teatral. Y es esperanzador que esto ocurra, a pesar del sufrimiento y las
limitaciones involucrados en los procesos de trabajo artístico, porque lo
mueve, lo agita, lo desespera un urgente deseo de vislumbrar el porvenir de un
mundo en el que de a poco se disipen las tinieblas, el crepúsculo, para dar
paso a nuevo amanecer de la humanidad. Retomando aquí nuestro epígrafe
benjaminiano, podemos ahora apreciar su potencia significativa: “Lo que se lamenta se siente a fondo
conocido por lo incognoscible”.
BIBLIOGRAFIA
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[1] Este
ensayo tiene, en muchos sentidos, una deuda con mi amigo y colega Lizardo
Herrera, tan benjaminiano, con quien hemos pasado horas debatiendo las ideas
del filósofo alemán, particularmente aquellas ligadas a la cuestión estética,
filosófica y sobre todo política del barroco.
[2]
Mi traducción: Lo que llora/se
lamenta se siente a fondo [por los cuatros costados] conocido por lo
incognoscible.
[3] Por
ejemplo, el ensayo de Camilo Rubén Fernández-Cozman, “El etnocentrismo radical
en La utopía arcaica y La civilización del espectáculo, de
Mario Vargas Llosa”, que recibí por cortesía de Percy Encinas, cuenta además
con una abundante bibliografía sobre el tema.
[4] Ver mi
ensayo “Aproximación psicoanalítica al ensayo teatral: algunas notas
preliminares al concepto de ‘transferencia’”.
[5] Mi
traducción: “No existe un documento de cultura que no sea a la vez documento de
barbarie”.
[6]
Esa nuda vida, según Agamben, no es la vida natural ni la vida política, ni
zôe ni bíos, sino una zona de indistinción, esto es, “la vida expuesta a
la muerte” (114) que da fundamento a la soberanía definida como el poder de dar
vida o muerte, en tanto “el fundamento primero del poder político es una vida a
la que se puede dar muerte absolutamente” (115).
[7] He
desarrollado en extenso la cuestión del ‘coágulo’ en la poética de Pavlovsky en
mi ensayo “Aproximación psicoanalítica al ensayo teatral: algunas notas
preliminares al conceptos de ‘transferencia’”.
[8] He trabajado puntualmente esta cuestión en mi ensayo “Teatralidad y enunciación en César Vallejo”.
[9] Dedico un minucioso análisis al cuento dariano “La
Miss” en mi libro El Oriente deseado:
Aproximación lacaniana a Rubén Darío. 129 y ss.
[10] Ver mis
ensayos “Praxis teatral y puesta en escena: la psicosis como
máscara espectatorial en el ensayo teatral (1ª
y 2ª partes)”.
[11] Ver el
libro de Jacques-Alain Miller y otros, titulado justamente Desarraigados en el que, a través de varios casos clínicos sobre
nuevas sintomatologías producidas por el neoliberalismo, se detecta sujetos en
situación de errancia, para los cuales el desarraigo “implica la pérdida de
toda referencia simbólica” (10), con su correspondiente “falta de ideales
vinculantes” (10) que amarren al sujeto a un lazo social; por el contrario,
este sujeto desarraigado de la ley deambula “a la búsqueda desenfrenada de un
resguardo, una referencia que lo sostenga, o lo incitan a tomarse de lo primero
que encuentran a su paso, en una elección forzada que viene de la mano de la
muerte” (10). Deleuze y Guattari han teorizado la diferencia entre el nómada y
el migrante, y aunque estos puedan combinarse de múltiples maneras, “el
migrante va fundamentalmente de un punto a otro, incluso si ese otro punto es
dudoso, imprevisto o mal localizado. Pero nómada sólo va de un punto a otro
punto como consecuencia y necesidad de hecho: en principio los puntos son para
etapas en un trayecto” (Mil mesetas
385). Aunque los conceptos no son totalmente comparables, lo cierto es que
vamos presenciando una desubjetivación en la sociedad actual que plantea nuevos
interrogantes, y no solo al psicoanalista.
[12] Para
Deleuze y Guattari “[h]ay ciencia ambulantes, itinerantes, que
consisten en seguir un flujo en un campo de vectores en el que las
singularidades se distribuyen como otros tantos ‘accidentes’ (problemas)”;
son ciencias que no están destinada “a tomar un poder”, “subordinan todas sus
operaciones a las condiciones sensibles de la intuición y de la construcción”,
“se contentan con inventar problemas,
cuya solución remitiría a todo un conjunto de actividades colectivas y no
científicas” (Mil mesetas 378-379)
[13] María
Elena Elmiger ha recorrido la cuestión del duelo en la obra freudiana y en la
de Lacan en su libro Duelo. Intimo.
Privado. Público.
[14] Mi traducción: “¿De qué manera Benjamín apunta hacia
una práctica diferente a la del anticuario de Nietzsche, que, aunque conocedor
del arte de preservar el pasado, no domina la generación de una nueva vida?”
[15] Mi
pasión por las telenovelas y por productos de la cultura popular, tal como los
he abordado en mi libro Zona de riesgo: lesbianas, gays y sida en las
telenovelas, o en ensayos como "Juan
Gabriel: Cultura Popular y Sexo de los Ángeles”, “Género, soberanía y
dominación: La viuda de Rafael en la
televisión” o varias secciones sobre Cantinflas, Brecht y Luis Valdez en mi
libro Teatralidad y experiencia política
en América Latina, me imponen pensar más positivamente acerca de la
cultura masiva. La idea de negociación cultural junto a la cuestión del
subalterno como la teorizaran tempranamente Gramcsi y Spivak son los conceptos
que me han permitido hacer puente con la cultura popular.
[16] Mi
traducción: “La verdadera imagen del pasado pasa. El pasado sólo puede
aprehenderse como una imagen que parpadea en el instante en que puede
reconocerse y nunca se vuelve a ver”.
[17] Mi
traducción: “La historia
del término está saturada de articulaciones diferentes y a veces conflictivas
que, paradójicamente, parecen señalar consistentemente más o menos el mismo
conjunto de rasgos. Las nociones de cierre, contemplación, pérdida, pasividad,
pereza y genio siempre han estado ligadas a la melancolía en una u otra
versión, refiriéndose al cuerpo o al alma y viceversa”.
[18] “¿Qué es
el saber hacer? Es el arte, el artificio, lo que da al arte del que es capaz un
valor notable” (Lacan, Seminario 23
59). Y más adelante, en ese mismo seminario, cuando ya nos acercamos a la
cuestión de lalengua, como
perteneciente a la singularidad de cada sujeto (y nosotros podemos ya asumirlo
en el campo del arte en general y el teatro en particular), nos dice que “[s]e
crea una lengua en la medida en que en cualquier momento se le da un sentido,
se le hace un retoquecito, sin lo cual la lengua no estaría viva. Ella está
viva en la medida en que a cada instante se la crea. Por eso no hay
inconsciente colectivo. Solo hay inconscientes particulares, en la medida en
que cada uno, a cada instante, da un retoquecito a la lengua que habla” (131).
Se nos abren así cuestiones que merecen un desarrollo más extenso y cuidadoso
para la praxis teatral, pero sin duda, Lacan nos ofrece una salida a la
cuestión un tanto apocalíptica, como veremos más adelante, del Big Brother.
[19] En un
reciente artículo a propósito de las elecciones en Estados Unidos, Alain Badiou
nos dice que “[p]odemos definir así nuestro momento como el momento de la
convicción primitiva del liberalismo, el dominio bajo la forma que componen la
propiedad privada y el libre mercado como único
destino posible de los seres humanos” (énfasis mío). Se trata, para Badiou,
de “un solo camino” que no tiene enemigos ideológicos que lo confronten.
Propone, entonces, la existencia de una “dialéctica fatal” en la que estaríamos
atrapados, definida a partir de “cuatro puntos –la dominación general y
estratégica del capitalismo globalizado, la descomposición de la clásica
oligarquía política, la desorientación y frustración popular y la ausencia de
otro camino estratégico”. Retoma la pregunta de Lenin “¿Qué hacer?” frente a
esta situación fatal, y responde, a partir de ciertos ecos lacanianos, con una
invitación al modo filosófico, consistente en “ir más allá del Uno en la
dirección del Dos”, de un “Dos más allá del Uno”. Esta invitación a
reflexionar, inventar, imaginar una alternativa a ese camino único, resulta en
“cuatro principios [que] pueden ser resumidos: colectivismo en oposición a la
propiedad privada, trabajador polimorfo en oposición a la especialización,
universalismo concreto en oposición a las identidades cerradas, y libre
asociación en oposición al Estado”. Su propuesta, entre las de otros pensadores
contemporáneos, puede obviamente ser debatida y se suma a una serie en la que
pareciera comenzar a diseñarse un impulso utópico para enfrentar la
unilateralidad de la situación socio-política contemporánea.
[20] “Hablo
de lo real como imposible en la medida en que creo justamente que lo real –en
fin, creo, si es mi síntoma,
díganmelo—lo real es, debo decirlo, sin ley. El verdadero real implica la
ausencia de ley. Lo real no tiene orden” (Lacan, Seminario 23, 135).
[21] En la
ultimísima enseñanza lacaniana, cuando dicta su Seminario 23 sobre el sinthome (“que es lo que hay de singular en
cada individuo” [Seminario 23, 165]),
Lacan parte de la psicosis de James Joyce para abordar, a su modo, ese malestar
de la cultura actual en el que se registra una caída de lo simbólico, esto es,
de la ley y de la función paterna. Si Lacan puede decir que “todo el mundo
delira” es justamente por vivimos en un mundo en el que el Otro no existe o en
un mundo signado por la forclusión del Nombre-del-Padre. De algún modo, Lacan
vuelve a valorar el registro imaginario, ya no tanto el de su primera
enseñanza, sino el que supone inventar
lo real. Tenemos, por un lado, la cuestión de la verdad, que se compasa con la
realidad, en el que podemos encontrar un sentido; y, por otro lado, la cuestión
de lo real, que es sin ley y sin sentido. El fantasma, pantalla enmarcada por
lo simbólico y la función del padre para permitirle al sujeto regular su acceso
al goce, al objeto a, cede su lugar a
la cuestión del cuerpo con sus modos de goce y de lo real “’desnudo, distinto
de lo verdadero, ex -sistente al ‘orden simbólico’, sin ley, desconectado,
azaroso” (comentario de Jacques-Alain Miller en los Anexos al Seminario 23, 232). En efecto, en el Seminario 23 Lacan plantea que “[s]olo
es verdadero lo que tiene un sentido”. Y se interroga a continuación: “¿Cuál es
la relación de lo real con lo verdadero? Lo verdadero sobre lo real, si es que
puedo expresarme así, es que lo real […] no tiene ningún sentido” (114). Y si
por un parte Lacan distingue lo real y el cuerpo del inconsciente, también por
otra parte afirma que “el lenguaje come lo real” (Seminario 23 32), retomando la cuestión de cómo el significante
mortifica el cuerpo. Ponerle, pues, significantes a lo real, tiene que ver con
al saber-hacer del artista: “Todo problema está allí –¿cómo un arte puede
apuntar de manera adivinatoria a sustancializar el sinthome en su consistencia, pero también en su ex –sistencia y en
su agujero?” (Seminario 23 39).
Finalmente, si de alguna manera, según Jacques-Alain Miller, para Lacan “la
naturaleza no es una norma” (Piezas
sueltas 398), con lo cual anticipa que lo real es sin ley, y si el
significante se nos da como aquello “que vacía la naturaleza, que la expropia”
(Miller, Piezas sueltas 398), en la
medida en que para Lacan la creación divina, que procede por nominación, por
instalar el significante, entonces se nos abre un puente para confrontar estas
reflexiones lacanianas con las de Walter Benjamin. Para Lacan el significante
es desnaturalizador. Para Benjamin, en cambio, tal como lo ha explorado Ferber,
el hombre experimenta dos pérdidas, la de la capacidad de nombrar después de la
caída del Paraíso y de la unidad del lenguaje después de Babel. La melancolía
del hombre es estructural, no patológica, debido a su impotencia para nombrar
la naturaleza. Después de la caída, ni la naturaleza ni el hombre pueden
nombrar. Hay un lamento triste de la naturaleza, una especie de lalengua de la naturaleza, a la que le
falta el lenguaje. Si pudiera expresarse, expresaría justamente esa falta, esa
impotencia de nombrarse a sí misma. La naturaleza es melancólica porque depende
del hombre para reunir sus sonidos dispersos. Y todavía es más melancólica
después de la caída, porque ahora tiene que depender de la impotencia de los
diversos lenguajes humanos, marchitos, para nombrarla (Ferber 143). La
naturaleza se lamenta no tanto porque no pueda expresarse a sí misma, sino
porque ha perdido el mundo anterior a la caída, el mundo paradisíaco, en el
cual ella se podría haber expresado. El silencio es el estado ontológico de la
naturaleza después de la caída; esa mudez de la naturaleza es, en parte,
resultado de la mortificación operada por la nominación, por el significante;
el lenguaje de la naturaleza antes de la caída, queda ahora rebajado a un
lamento casi inarticulado y a la impotencia del lenguaje humano para
significarla. Como lo plantea Ferber en su aproximación a Benjamin, no sabemos si
es que la naturaleza está muda porque está triste o si está triste porque es
muda (144). Así, entre el sonido natural enmudecido y la música, Benjamin
instala el lamento, el Trauerspiel, el
grito de ese duelo que está en el límite de la inexpresabilidad, en tanto la
pérdida de objeto, no puede ser expresada por las palabras. El lamento solo
puede ser escuchado desde el silencio (Ferber 149).
[22] Ver mi
ensayo “Encajar/desencajar: Procedimientos de lo político en obras teatrales
argentinas recientes”.
[23] Ver mi
ensayo “Encajar/desencajar”, las entrevistas reunidas en ¡Todo a pulmón! Entrevistas a diez teatristas argentinos y mi libro
Praxis teatral. Saberes y enseñanza.
Reflexiones a partir del teatro argentino reciente.
[24] Ver mis
ensayos sobre las máscaras espectatoriales (2012, 2013).
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